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Crónicas Bosteras: La vida a pedir de Boca. Hoy Preliminares y La Bandera

Todos los jueves una nueva entrega. Exclusivo de SoyBoca. Por Ricardo Poilischer

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Preliminares

Ir a ver la reserva antes del partido principal era, además de entretenido, muy interesante, ya que se podían ver en acción  a algunas de las promesas que llegarían a primera división.

En el segundo lustro de los 70, una de ellas nos deslumbraba y nuestro templo se empezaba a colmar muy temprano para ver en acción al 10 de aquel equipo que hacía maravillas en el partido preliminar.

El uruguayo Lacava Shell la rompía con la 10 y no éramos pocos los que soñábamos con verlo pronto en el once titular.

Aquella tarde del año 77 era perfecta, soleada y primaveral. El rival de turno era Quilmes, que ya venía pisando fuerte y se consagraría campeón un año después.

Partido prometedor, como para ir al mediodía, y disfrutar de los dos encuentros y de la que sería, creíamos, nuestra próxima figura.

La reserva arrancó perdiendo de movida y nuestro pichón no podía torcer el rumbo del resultado, se fue el primer tiempo y en el segundo la  cosa no cambió demasiado, los pibes atacaban y atacaban buscando el empate pero no había caso, el “cervecero” defendía con todo y no había forma de entrarle.

Ya resignados miramos los relojes, faltaban cinco minutos o menos cuando el árbitro pitó un tiro libre a las puertas del área visitante, especial para un zurdo como nuestro “poyo”.

Flaco como era, cabellera enrulada, no nos defraudó y la clavó en el ángulo.

La cancha estalló, quedaba poco pero se podía dar vuelta,  era la reserva pero se vivía así y de repente, en esos escasos segundos que quedaban, si algún extranjero hubiera llegado, podría haber creído que  lo que estaba viendo era la final del mundo.

Y vino la seña clásica del hombre de negro, dos dedos arriba con un leve movimiento, no significaba otra cosa que dos minutos más y se termina.

Esto fue mientras el arquerito nuestro se disponía a poner la pelota en juego desde un saque de meta, oteando el horizonte, estudiando hacia dónde la iba a dirigir.

El 10, se ve, tenía otra idea, porque de repente lo veo retrocediendo hasta el borde izquierdo del área grande y le grita y le hace señas con la mano moviéndola hacia su pecho “dámela, dámela”...

Y se la dio y el oriental la recibió y encaró solo como guiado por un mandato divino, y pasaba rivales como estacas, frenaba y aceleraba, amagaba y quebraba el cuerpo y seguía no le podían sacar la pelota.

El estadio entero empezó a generar ese murmullo tan típico de cuando se ve venir algo, ese que va in crescendo acompañando la jugada, y donde se retroalimentan jugador e hincha.

Y el pibe sigue empujado por ese aliento y  ya pasando tres cuartos del terreno enfila hacia la  medialuna y saca un latigazo que infla la parte de arriba de la red.

Y sin parar su carrera sigue hasta el alambrado y todo el grito de gol es uno y el estruendo que provocó hubiera tapado al que hubiera producido una bomba atómica detonando a una cuadra.

Esa tarde única, nadie se enteró que había ingresado el primer equipo.

De hecho, cuando el encuentro principal comenzó lo único que se escuchaba era el homenaje al unísono del público agradecido.

U-ru-guayo ¡U-ru-guayo ¡

La historia oficial dirá que Hugo Nelson Lacava Shell no triunfó en
Boca donde apenas jugó unos minutos en primera.

Yo no estaría tan seguro.


La Bandera

La explosión nos arrojó escalones abajo, todos nos abrazábamos con todos, enloquecidos. Bartolo Álvarez, en la última jugada la había metido y nos dejaba punteros junto con Quilmes a falta de dos fechas para el final del campeonato.

Cuando finalmente me reacomodé eufórico lo busqué con la mirada y Ariel, un par de escalones arriba me la devolvió.

Estaba feliz pero sus ojos estaban tristes, a los pocos días, se iba a vivir a Los Ángeles con su familia que había decidido emigrar y era su último partido.

El viernes siguiente fuimos todos a despedirlo a Ezeiza, le regalamos una bandera, si, lógicamente esa, la azul con la franja amarilla en el medio.

Por aquel 1978, el Aeropuerto tenía una terraza desde donde se veía a los pasajeros al abordar el avión, y allí fuimos para ver a nuestro amigo subir la escalerilla y llorar mientras hacía flamear en el viento esos gloriosos colores.

Antes le habíamos advertido, “Nunca te olvides donde naciste, y nunca te olvides que sos bostero”.

Y así, Ariel empezó su vida en California, estudió, creció, y se convirtió en intérprete federal. Es la voz de los acusados de habla hispana en las audiencias y juicios que les correspondiera, un trabajo de alta responsabilidad ya que la traducción errónea de una palabra podría costar la libertad de los acusados o hasta la vida, en algún caso.

Una misma palabra no significa lo mismo en Panamá que en México. Recoger, en determinada oración, no significa lo mismo en el barrio Miraflores de Lima que en Liniers de Buenos Aires, para ser más gráfico.

La amistad no se apagó con la distancia y nos hemos visitado mutuamente. El 28 de noviembre del año 2000, Boca le ganaba al Real de Madrid la final de la Copa Intercontinental de Clubes.

Cuento este detalle por si algún sorprendido pasó esa mañana por el edificio de la Corte de Burbank y no se pudo explicar que hacía una bandera de Boca colgada en una ventana del primer piso, algo descolorida y ajada por los años, pero flameando orgullosa en la brisa californiana.


Ricardo Poilischer es socio vitalicio, asambleísta casi sin interrupciones entre los años 2000 y 2015 por la Agrupación Nuevo Boca, recordado por su oratoria a la hora de solicitar la inclusión de estrellas toda vez que la ocasión lo ameritaba. Es Técnico en turismo e instructor de spinning, desarrolla su actividad laboral en el ámbito privado. Apasionado de la azul y oro, el cine y la historia argentina.

Todos los jueves una nueva entrega. Exclusivo de SoyBoca. Esta recopilación no pretende ser un libro de cabecera ni mucho menos un best seller. Es apenas una crónica de recuerdos, anécdotas, que pueden ser propias y colectivas, porque así es Boca, un fenómeno de masas unidas por el hilo conductor de sus colores, memorias que se transmiten de generación en generación, memorias que pueden ser mías y de todos a la vez. Es un homenaje a la gente que La Bombonera me hizo conocer y querer, semblanzas de algunos de nuestros héroes donde siempre faltará alguna pues el olimpo de nuestros dioses es infinito, ficciones de insomne y notas que fueron publicadas en momentos urgentes. En definitiva, la necesidad de volcar en el papel, el amor incondicional a nuestra camiseta. A veces creo que lo que van a leer no lo he escrito yo, lo hemos escrito todos, por lo menos los que estamos de este lado de la vereda, donde da el amarillo del sol, y el azul del cielo.