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Hasta siempre Román, gracias

La opinión del hincha. Por Juan Etcheto

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Reconozco que es mi error. Vos escribiste una historia única, maravillosa, inolvidable y el que no sabe por dónde empezar a contarla soy yo.

Lo primero que pensé fue en contar cuando allá por el 98 nos vimos por primera vez. Llovía a cántaros en la Bombonera, jugábamos contra Talleres y estábamos definiendo el campeonato. No te luciste tanto ese día, o mejor dicho, otros se lucieron más porque el mellizo metió el mejor gol que hizo en Boca y porque Martín ganó el partido en el último minuto. Sin embargo esa fue la primera vez y, fea, linda, aburrida o divertida, tiene ese no sé qué que la hace inolvidable. Pero no, ese es el comienzo de mi historia, no de la tuya. Mejor empezar, entonces, por aquella tarde de noviembre del 96 en la que te pusiste por primera vez esta camiseta. Años de ir a la cancha me han dado la plena certeza de lo difícil que es que un jugador sea ovacionado por todo el estadio en su primer partido. A vos te costó poco, o mucho, no lo sé, te bastó con jugar como sabías para que esa ovación llegara ese mismo día desde los cuatro costados. Pero, de vuelta, no. Tampoco es necesario contar todo cronológicamente como si fuera una ficha en la que a un jugador se contabilizan goles, títulos y partidos jugados.

Entonces lo mejor, naturalmente, es empezar por lo mejor. Por esa Copa Libertadores del 2007 en la que demostraste que un jugador solo podía ganar el torneo. Esa de los golazos a Vélez, del disfraz de Maradona que te pusiste en Asunción, del tiro libre contra los colombianos en esa inolvidable tarde-noche de niebla que pintaba cada vez peor y de los goles a Gremio en la final: el tiro libre en La Boca, y ese derechazo inmortal en Brasil para sentenciar la historia. Ese que me hizo parar en la mesa de un restorán de familia a gritarlo como si no hubiera un mañana. Para colmo, también les metiste el último para decorar el 5-0.
Pero me asalta la duda ¿eso fue lo mejor? Uno tras otro se me vienen a la cabeza los partidos de la Libertadores del 2001 encabezados por ese que se jugó en el Parque Antártica contra aquél Palmeiras que todavía era una potencia. Mientras que para cualquier equipo argentino, hoy en día, sigue siendo una hazaña con tintes legendarios ganar en Brasil un mano a mano por Copa, vos con 22 años jugaste un partido de esos que a poquísimos jugadores se les ha visto. No te pudieron sacar la pelota, los volviste locos, hasta ellos siguen hablando de ese día y del golazo que metiste. Eran siempre 8, 10 piernas verdes contra dos azul y oro que inexorablemente terminaban saliéndose con la suya. Y, todo esto, con la previa de haber sacado a pasear al vasco Da Gama de Romario en cuartos de final, y con la coronación en esos penales contra los mexicanos. En esa final nos regalaste una imagen que todos los bosteros tenemos como una insignia: viviste toda la definición llorando mientras besabas ese rosario que llevabas colgado. Es una insignia porque así lo vivimos los hinchas, era como si hubieras estado codo a codo con cualquiera de nosotros viendo el partido en la popular o siguiéndolo por tele o radio.
El 2-1 al Real Madrid me pone verdaderamente en jaque y pienso si, al fin y al cabo, eso no es lo mejor que nos diste. Me acuerdo de ser todavía un nene y seguir el partido a las 7am por la radio, porque no lo dieron en directo, y escuchar que esos millonarios que eran los mejores del mundo no te podían sacar el fulbo, que le pusiste a Martín una pelota de gol perfecta y que le cerraste la boca a algún tarado que todavía dudaba de tu temple para afrontar las paradas bravas. Ja, lo pienso ahora y me agarro la cabeza. Nos sacaste campeones del mundo. No sé si ya le pude dar magnitud a eso o si todavía faltan unos años.

Pero no. No y no. Si las historias comienzan con la mejor parte necesariamente terminan con la peor, y el gusto del final es el que queda. Me decidí, finalmente, a empezar por los sabores amargos. Si, obvio que hay malos momentos en este rollo, son un condimento necesario para cualquier historia.
Lo primero que se me viene a la cabeza es ese llanto en Tokio, tan solo un año después de haber tocado el cielo con las manos. Habías jugado, junto con Guillermo, un partido memorable, aguantando a puro huevo el resultado contra un equipo física y técnicamente superior. Contra ese equipo y contra el hijo de re mil puta de Kim Nielsen, que es el día de hoy en el que sigo sin tener reparo en propiciarle la peor de las injurias. Pero no importa porque era demasiado, tal vez, para unos simples mortales como nosotros. Era demasiado ser bicampeón de América y bicampeón del mundo volteando gigantes de Europa. Decididamente era demasiado.
También en Japón, nos partiste el alma viendo el partido contra el Milan en la tribuna. No voy a meterme con los vericuetos legales que no te dejaron jugar para encontrar el casillero justo que me deje ponerme en víctima. No me interesa. Tampoco interesa, ni en el fútbol ni en ningún aspecto de la vida, hablar de supuestos, de cosas que podrían haber pasado pero no pasaron. Pero esta vez me tomo la licencia de hacerlo para decir, sin que me tiemble el pulso, que esa final con vos la ganábamos. La ganábamos seguro. Éramos mejores.
Y todo esto lo cuento porque, aunque pese decirlo, estoy buscando argumentos para no hablar de ese día. Es todo un gran preámbulo para no tener que hablar de eso. De ese día que fue feo en serio. El peor que me ha hecho vivir el fútbol.
Era una Libertadores inmejorable, habíamos ido a la cancha toda la campaña, habíamos ido a Chile a ver la semifinal y vos la venías rompiendo en todos los partidos. Sabía que era lo último grande que te podía pedir. Está bien, habíamos empatado la final en casa y no íbamos con el trámite resuelto ni mucho menos, pero no había que ser ningún fabulador para pensar que, una vez más, podíamos pisar fuerte en Brasil. 4 de julio de 2012, no me lo voy a olvidar nunca. Todo lo que pasó fue horrible. Era una ilusión construida desde principios de febrero, ladrillo a ladrillo, partido a partido. Le pusimos entusiasmo, huevo, ahorros y toda la pasión. Y pum, todo a la mierda. Nos ganaron la final. 2-0. Inapelable.
Y ahí fue cuando el fútbol me hizo algo que sería condenable en cualquier persona. Porque perder una Libertadores puede pasar, pero si ya estoy en el piso no me podés patear. Me acuerdo como si fuese ayer cuando uno de mis compañeros de cancha me llamó ya entrada la madrugada del 5 de julio para decirme que estabas anunciando que te ibas, que no jugabas más para nosotros. La angustia y el vacío de ese día sólo los pude comparar con la pérdida de alguien, sentí que se me había muerto algo. Hasta un íntimo amigo hincha de River, sabiéndome desconsolado, esa misma madrugada me envió un mensaje de ánimo. Eso, aunque sea en una ínfima parte, es entender de qué se trata esto del amor.

Para que sea más atrapante, de todas formas, noté que lo mejor era empezar por esos momentos únicos e inexplicables. Esas situaciones a las que les basta, a veces, un segundo para explicar cosas que cientos de párrafos no podrían. Como esa tarde del 2007 contra Rosario Central en la cancha de Boca cuando volviste luego de 4 años y medio. Jugamos con una camiseta blanca y azul horrible y recuerdo el momento en el que te vi salir. Fue de esas cosas en las que, en el momento que suceden, uno se da cuenta que pensó que nunca volverían a pasar. Como esa chica que no viste más pero un día te llamó y es todo tan real que andás boxeado por la vida sin querer entender lo que pasa. Eras vos, era la cancha de Boca, era el regreso de ese ciclo glorioso.
Años más tarde contra Unión en la misma sede sucedió algo parecido. Después de tu portazo definitivo, volviste. Pero eso solo no bastaba para que sea tan grande el momento, algo más tenía que haber. Alguien más, mejor dicho. Y que vuelvas con Bianchi fue algo inexplicable: era otra de las cosas que estaba sellada y guardada de por vida en el cajón de los mejores recuerdos. Ver el equipo saliendo atrás tuyo y luego la pelada de Carlos cruzando la cancha me erizó la piel, me hizo acordar a esas tardes del 98 en las que siendo un nene lloraba cuando Boca no ganaba. Era volver a sentarse en la mesa del abuelo a ver los partidos, era volver a abrazar a mis amiguitos de la primaria cuando festejábamos que Boca salía campeón, era volver a ir en el auto al obelisco a ver a toda esa locura de gente festejando, volver a esas interminables noches de penales por la Copa Libertadores, era volver a jugar a la plaza con la camiseta de Boca que me quedaba grande y decir tu nombre cada vez que participaba del partido, era volver a esas madrugadas de noviembre a ver la final del mundo, volver al bar de la esquina a ver como, junto con Martín y el Mellizo, abrochábamos a River, Racing o San Lorenzo. Era, sencillamente, lo que es imposible, lo que el fútbol puede y la vida no: volver en el tiempo.
Me corresponde agradecerte, también, por el regalo que me hiciste en mi cumpleaños del año pasado cuando le convertiste al Corinthians el mejor gol que yo he visto en una Copa y nos diste la clasificación vengando, aunque sea una partecita muy chiquita, la final de 2012. Me doy el lujo de tener la ingenuidad suficiente como para pensar que esas cosas nos conectan, porque en ese gol, una de las primeras cosas que recordé fue cuando también un 15 de mayo, pero del año 99, le metiste a Estudiantes un tiro libre genial en La Plata en un torneo que ganamos.
Aunque haya terminado mal, no puedo dejar de lado el gol a River en el último clásico. Es nuestra debilidad, a cualquier hincha le preguntas qué quiere que pase en un clásico y lo primero que va a decir es que quiere que hagas un gol de tiro libre. Si le das a elegir cómo, te va a describir exactamente el gol que hiciste en ese partido: desde la posición perfecta para un derecho, por arriba de la barrera, con rosca hacia afuera y bien al ángulo. No sé cuantas veces lloré en la cancha, de hecho no sé si lloré otro día.

Después de tanto empezar me di cuenta que sólo me quedaba por delante terminar. Todos estos párrafos describen emociones que bien podría brindar un humilde y esforzado ídolo de barrio, pero esto es distinto, además de tocar las emociones más íntimas también fuiste uno de los mejores jugadores que vi en mi vida. Ojalá pudiera decir algo nuevo, encontrar alguna salida original o algo que le diera a la cuestión una vuelta de tuerca mejor para todos, pero no. No puedo más que decirte gracias por estos años y darle las gracias al fútbol por haberme hecho contemporáneo tuyo. Gracias por los goles, por los campeonatos, los clásicos, las alegrías y por todas las cosas inolvidables que me hiciste vivir como hincha de Boca y también como hincha del fútbol. No hay más palabras, y si las hay, yo no las tengo ahora. Decirte que no te voy a olvidar es obvio, es una aclaración innecesaria. Ni yo ni ningún hincha de Boca te va a olvidar porque fuiste el más grande. Duele despedir pero como alguien dijo sabiamente alguna vez, es un dolor dulce.

Hasta siempre Román, gracias.

*No me pidan que opine si está bien o si está mal. No ahora. No puedo ponerme en el papel de juzgar a nadie y menos a él. Parafraseando al enorme Sacheri: Me van a tener que disculpar, no puedo abstraerme y hacer una evaluación cuerda e imparcial de todo lo que está pasando, hay demasiadas cosas detrás que no me dejan hacerlo. Está toda esta historia y está mi vida de hincha entremezclada con esta situación. Sólo tengo para decir que es el más grande y que las historias de amor son así: terminan mal o no terminan. A mi corta edad tengo que lamentar el hecho de saber que lo mejor ya lo viví. Imagino que dentro de muchos años en la cancha veré adolescentes enloquecidos con algún número 10 que haga goles de afuera del área mientras que yo buscaré la mirada cómplice de algún otro canoso y ambos por dentro pensaremos “pobres, no vieron a Riquelme”. Imagino también que tendré que contar todo esto cuando la madre de mi hijo, malhumorada, lo mande a preguntarle al padre por qué se llama Román. Y así será esta historia que, como todo, comienza con un adiós. No soy Riquelmista, ni Riquelmeano ni ninguna de esas pelotudeces que algunos inventaron. Soy Bostero hasta las pelotas, desde el día que nací y lo seré hasta el día que me muera. Esa es la razón más válida para quererlo así.

De pie todo el mundo. No sólo los bosteros. Todo el fútbol argentino. Cierra su ciclo en el club más grande de Argentina el jugador más grande de toda la historia del fútbol local.

 Por Juan Etcheto